Porque a pesar de que los escribo para compartirlos, hay cosas que no quiero compartir. O que no puedo. O que no debo. Ya sabéis. El maldito “qué dirán,” que no es que me importe mucho, la verdad. Pero a otras personas, sí. Y como esas personas sí me importan, pues están en borradores.
Es increíble como cada vez me la sople más lo que la gente piense o crea u opine de mí, de mi vida, de mi Limbo y de todo en general.
Llevo tantos años escuchando que tengo cara de pesada, que ya lo asumí. Sí, tengo cara de pesá. Y cuando quiero, soy más pesá que la chucha. Pero yo tengo una ventaja. Soy así cuando quiero y con quien quiero… Otros son así siempre.
Pero… qué se hace con los borradores? Debería guardarlos para cuando a esa gente no le importe nada lo que piensen los demás. Que hay cosas que me encantaría gritar a los 4 vientos… Pero me callo. Son esas típicas cosas que no deberías hacer. Esas cosas que te deberían avergonzar, pero secretamente sacas pecho y sonríes. Con sonrisa de cabrona mala. Con cara de zorra mala que si fuera creyente debería estar en el confesionario, porque más de una, es pecado. De los gordos. Capitales de esos.
Y lo que molan, qué. No me puedo creer, ni quiero creer, que a ninguno de ustedes le brillen los ojos y se le ponga esa cara cuando recuerda algo que hizo que no estaba bien. En realidad, que estuvo muy bien, pero que no debería haberlo estado. Es el lastre de la educación católica apostólica romana que nos ahoga, incluso ahora de viejos. Creo que el día que los que dejamos de creer seamos capaces de cortar el cordón umbilical con el legado católico, el mundo se llenará de confesiones de cabrones y cabronas que hemos “pecado” y disfrutado como enanos. Y que si pudiéramos elegir, repetiríamos esos pecados a diario.
Matiné, vermú y noche. 7 días a la semana.
Me orgasmo entera sólo de pensarlo…
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